Durante casi dos décadas, Juan Tapia, jefe de mantenimiento de Nuestra Señora de los Dolores, se enorgulleció del estado en que se encontraba la que considera su segunda casa.
En los últimos meses, sin embargo, trabaja con más ahínco y limpia cada rincón. “Toda esa experiencia con todas esas muertes que nos tocaron a nosotros me hace querer hacer mi trabajo con más esmero porque no quiero que nadie se contagie”, expresó Tapia, quien es mexicano. A veces usa un traje de protección cuando desinfecta los bancos entre servicios.
Más de 100 feligreses de la parroquia en el barrio Corona de Queens, mayormente hispano, fallecieron por el COVID-19, muchos de ellos en los primeros días de la pandemia.
Incluido un miembro de la familia Tapia. El hijo de Tapia, Juan Jr., trabajaba con él en la iglesia.
Le diagnosticaron un cáncer de pulmón antes de contraer el vi-rus, que contagió a toda la familia. Falleció el 6 de mayo, en el aniversario de su bautismo más 20 años atrás. Tenía 27 años.
“A ninguna familia se le puede desear eso”, dijo el padre. La magnitud del sufrimiento de Nuestra Señora de los Dolores se hizo aparente luego de que esta iglesia de casi 150 años pasó a ser uno de los principales focos de contagios de la ciudad de Nueva York.
Su pastor dice que al principio no se reportaron todos los contagios y las muertes porque la iglesia no tenía información confiable y mucha gente temía el estigma que rodeaba la enfermedad.
Muchos no tienen permiso de residencia ni acceso a seguros médicos, y viven en departamentos atestados, lo que los hace más vulnerables a las infecciones. La crisis fue exacerbada por la pérdida de empleos y la creciente inseguridad alimenticia.
Pero la iglesia ayudó a sus fieles a salir adelante, instalando un centro de pruebas de COVID-19 afuera del templo y reanudando las confesiones en su interior cuando ya era seguro, gracias en buena medida a la dedicación de Juan Tapia desinfectando el confesionario de madera.
Más recientemente desinfectó la hoja de palma a usarse en las ceremonias del Domingo de Ramos, que dan inicio a la Semana Santa.
“La fe marcó la diferencia para nuestra gente, porque la iglesia es realmente el epicentro de la vida social y de la vida espiritual en este barrio”, expresó el pastor Manuel Rodríguez. Con 17.000 feligreses, Nuestra Señora de los Dolores es la parroquia más grande de la Diócesis de Brooklyn, que también supervisa las iglesias de Queens.
Rodríguez dijo que cada una de las 12 misas dominicales podían atraer hasta 1.000 fieles antes de que la pandemia obligase a suspender los servicios en persona en marzo del 2020, cuando la ciudad dispuso un confinamiento.
Muchos en la parroquia, incluido su antiguo pastor, monseñor Raymond Roden, se contagiaron al surgir el brote.
Alejados de la iglesia, los feligreses sufrían en silencio. Tapia dijo que cuando él y su esposa se contagiaron, temían pasarle el virus a su hijo, muy débil por el cáncer. “No podíamos salir ni siquiera para darle un vaso de agua, o un té o un abrazo”, declaró Tapia.
Aislados en su cuarto, una de sus hijas se ocupaba de su hermano. Todavía no saben si el muchacho contrajo el COVID-19 en al hospital o si se lo pasaron ellos.
Ha pasado casi un año y su esposa todavía no puede hablar de la muerte de su hijo menor, el único varón.
“Esta pandemia nos ha marcado tanto que nada es igual”, expresó Tapia. “Vivimos con temor a que otra vez nos volvamos a contagiar”. Rodríguez, quien es dominicano, fue trasladado desde otra parroquia a fines de junio y poco después, el 4 de julio, reabrió sus puertas.
“Me dije que si la iglesia seguía cerrada un día más, la gente se iba a desmoronar”. Dado que había un límite a la cantidad de gente que podía recibir en su interior, alquiló una gran carpa que instaló en el estacionamiento para llevar a cabo misas y confesiones.
“Las confesiones te dan la oportunidad de hablar cara a cara con la gente y eso ayuda a cicatrizar las heridas”, manifestó Rodríguez. La iglesia también recolectó comida y compró cámaras para mejorar la calidad de las transmisiones de las misas.
El centro de pruebas de COVID —una unidad móvil que funciona los siete días de la semana— es obra de Helen Arteaga Landaverde, feligresa de años y exestudiante de la escuela de la iglesia, que fundó el Centro de Salud Familiar Plaza del Sol en Corona.
Rodríguez le pidió ayuda después de que otro sacerdote diera positivo y ella contactó al Cuerpo de Pruebas y Rastreos del COVID-19 de la ciudad de Nueva York y puso en marcha el programa.
“La unidad móvil es hoy parte de la iglesia”, expresó Arteaga. “Reduce la ansiedad… y genera la impresión de que hacerse la prueba no es nada malo”. Arteaga contrajo el virus en abril y dice que el Hospital Elmhurst le salvó la vida.
Cuando se repuso, fue nombrada CEO del hospital. Haber sobrevivido al COVID-19 la ayudó a comprender las necesidades de los pacientes del hospital y de los miembros de su congregación.
“Cuando mencionas la palabra COVID, sientes una pesadez en nuestra iglesia”, comentó Arteaga. “Pero ahora tenemos las herramientas: Tenemos nuestra fe, tenemos las vacunas y seguimos respirando todos los días”.
El primer domingo de la primavera, el 21 de marzo, cientos de personas con tapabocas asistieron a las misas en el interior de la iglesia, mientras muchas otras las escuchaban afuera a través de altoparlantes, inclinando sus cabezas o de rodillas en las escaleras de piedra.
La gente hacía cola para hacerse la prueba y había vendedores de ceviche de camarón, ropas y helados. María Quizhpi dijo que rezaba por el alma de su padre, Manuel Quizhpi, quien falleció el 9 de abril, a los 59 años, por el COVID-19.
Toda la familia, oriunda de Ecuador, se contagió del virus. María Quizhpi llegó a sentirse tan débil que se desmayó en la cocina de su departamento. Su esposa le dio primeros auxilios mientras sus hijos —una niña de 17 años y un varón de nueve— miraban horrorizadas.
“Cada vez que vengo aquí, le agradezco a Dios porque me dejó a mi mamá”, dijo la hija, Melani Morocho. La familia se siente agradecida de poder ir a la iglesia con otros que perdieron a seres queridos. Su padre “nos dejó un gran vacío”, señaló Quizhpi.
Pero “estamos igual felices, contentos porque tenemos otra oportunidad de vivir y apegarnos a Dios”.
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