Santo Domingo.- En República Dominicana, la violencia contra la mujer ha sido retratada en números: estadísticas de denuncias apiladas en las fiscalías, frías cifras en los informes del Instituto Nacional de Ciencias Forenses. Semana tras semana, las noticias retumban con el eco de un feminicidio. Y aunque muchas víctimas alzaron la voz, dejaron evidencias y hasta formularon denuncias, el desenlace siempre parece el mismo. Nos hemos quedado lejos, muy lejos, de un cambio real. El modelo tradicional de visibilizar la violencia a través de las víctimas y sus tragedias, aunque necesario, parece insuficiente. ¿De qué sirve mostrar el calvario de las mujeres asesinadas, con sus rostros marchitos invadiendo pantallas y titulares? ¿Qué se logra aislando a las sobrevivientes en refugios, separándolas de sus vidas, sus sueños, sus medios de subsistencia? ¿Cómo podemos creer que el silencio o el encierro bastarán para detener esta ola interminable de violencia? Es hora de mirar más allá de las víctimas. La violencia contra las mujeres tiene un rostro, y no es solo el de ellas. El rostro del agresor es también el rostro de la violencia. Hombres, hombres con nombres, hombres con historia, hombres que se esconden tras el anonimato mediático. Imagina, solo imagina, que mostráramos sus rostros. Que llenáramos las páginas de los periódicos con las caras de quienes han agredido, violado o asesinado. Que la sociedad pudiera reconocer a los culpables, que los entornos cercanos pudieran protegerse, que la vergüenza pública pesara más que el miedo. En lo que va del año, 61 mujeres han sido asesinadas: feminicidios íntimos y no íntimos, mal contados. Detrás de esos números, al menos 60 hombres son responsables. Hombres que pensaron que la vida de una mujer les pertenecía, que extendieron su violencia incluso a los hijos, hijas, hermanas y madres. ¿Y si los señaláramos? ¿Y si les arrancáramos la máscara de la impunidad? Contar las historias de las mujeres no ha sido suficiente. Es momento de describir la vida de los agresores, de observar más allá de la víctima, de mirar a quienes siembran el terror, a quienes perpetúan un ciclo de odio que nace del machismo. Porque los hombres no nacen violentos; es la cultura patriarcal la que los alimenta, la que los convierte en verdugos, en asesinos. Hemos seguido los mismos pasos una y otra vez, pero eso nos ha mantenido en un camino estéril. Si de verdad deseamos erradicar la violencia contra las mujeres, y no solo llenar titulares en los medios, necesitamos romper con las estrategias de siempre. Necesitamos un cambio alternativo. Es momento de transformar el silencio en justicia, la invisibilidad en memoria, y los nombres olvidados en advertencia. Si realmente aspiramos a un mundo sin violencia hacia las mujeres, primero debemos atrevernos a mirarla de frente. Solo entonces podremos empezar a construir un cambio real.
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